RESEÑA:
Unger, Jonathan (ed.), 1999 [1996], Nacionalismo chino, Beltrán Antolín,
Joaquín (trad.), Barcelona: Edicions Bellaterra.
Creo que es un error plantear la diversidad de las
culturas desde el punto de vista de la diferencia, ya que la diferencia remite tanto a la identidad
como a su contrario y, como consecuencia, a la reivindicación identitaria.
François Jullien (2010: 27)
Introducción
La presente obra
se trata de un conjunto de textos cuyo objeto de estudio es, a priori, el nacionalismo chino. Los
autores pretenden explicar de un modo interdisciplinar —haciendo uso de
perspectivas históricas, políticas, sociológicas, antropológicas, económicas—
cómo se ha re-construido y cómo se re-construye el nacionalismo en China en
aras de mantener una estabilidad constantemente amenazada por los Otros,
quienesquiera que estos Otros sean. Para ello, el editor de esta compilación,
Jonathan Unger, propone dos niveles de debate a modo de denominador común. El
primero, tiene que ver con una crítica de algunas aserciones provenientes de
autores europeos, en concreto Ernest Gellner y Eric Hobsbawn, los cuales
afirmaron que el nacionalismo precede
a la nación. La segunda, se trata de la peculiar articulación en el caso chino
de las nociones de «culturalismo» y «nacionalismo».
Pero ¿por qué es pertinente reabrir
el debate del nacionalismo chino justamente ahora? Ciertamente, una de las
causas principales es precisamente porque se
puede. La reciente apertura económica de la República Popular China
inexorablemente ha abierto los ojos al mundo. Irónicamente, la larga tradición
orientalista que Edward W. Said denunció no ha sido suficiente para prever,
estudiar, contener y explicar a esta nueva
China que en pocos años se ha atrevido a codearse con aquellos que la
humillaron en el siglo xix: en la
actualidad no queda sino tratar de dialogar con ella de igual a igual. Sin
duda, el constante vaivén del último periodo imperial, del periodo republicano
y de la RPC es ahora materia de estudio —para aquellos que la temen— única y
exclusivamente por motivos económicos. Esta vez dejaré hablar directamente a Said: «The history of other cultures is supposed to be non-existent until it erupts into confrontation with the United States, and hence is covered on
the evening news» (Said, 1988: 56). Así pues, es preciso tratar
de comprender de qué forma(s) se cimenta lo que hoy en día denominamos «China».
A la hora de intentarlo, uno se da cuenta de que los paradigmas que tiñen el
pensamiento occidental a menudo no guardan relación con la realidad de un
territorio, el subcontinente chino, que se ha erigido de forma harto diferente,
y que por ello, más que nos invita, nos obliga
a deconstruir universales que pretendían que aparentaban serlo.
Estos análisis son importantes,
pues, porque arrojan luz sobre un tema generalmente ofuscado por intereses
políticos y económicos tanto de fuera como de dentro. La forma en que se
desarrolla cada capítulo es adecuada, ya que el autor no pretende disponer un
anzuelo que el lector sólo tiene que morder, sino que a) presenta y compara en
primer lugar lo que se ha dicho sobre un tema en cuestión, b) propone una
alternativa conceptual que sirva de herramienta al lector para que él mismo pueda analizarlo, c) presenta
ejemplos pertinentes acaecidos en China y aquellos que tienen que ver con él en
otras partes del mundo, y d) solamente al final de cada capítulo el autor
encuentra un espacio para insinuar una respuesta y un porvenir de los hechos de
acuerdo con su tesis, que ni mucho menos obliga al lector a compartir.
Puesto que por un lado, esta obra no
se trata de un ensayo de un autor en concreto, y por lo tanto los temas y las
ópticas de cada capítulo difieren bastante a pesar de compartir ideas y
argumentos en común, y por otro, la cantidad de ideas y debates sugerentes
sobre los que discutir que nos ofrece, planteo esta reseña como una simple
selección, revisión y contrastación de aquellos debates entre líneas que quizá
no han acabado de argumentarse por completo y que, en mi opinión, cualquiera
lector puede preguntarse. Trataré de intercalar las críticas particulares
cuando sea necesario y listaré una serie de observaciones al final de la reseña
como respuesta a algunas carencias o posibles mejoras a mi entender.
Pero un momento… ¿China existe?
Antes de discutir
cualquier tema determinado, encuentro siempre oportuno re-plantear una y otra
vez esta pregunta. Ciertamente, «China»[1] sí existe en algún lugar, para alguien y
en algún tiempo concreto (¡espero que en el presente exista!), si no este
análisis carecería de sujeto. Como dice Joaquín Beltrán (2006: 249), la
identidad se construye a través del «identificarse con», pero también con el
«identificarse frente a». Más aún, la identidad depende del posicionamiento:
«identificarse a uno mismo» versus
«ser identificado por otros». Nociones como las de culturalismo y nacionalismo
caben en cada uno de estos niveles bipolares.
Partiendo
de las diferentes perspectivas de aproximación a la identidad, es preciso
señalar que ninguno de los nueve textos de esta compilación hace especial
hincapié a la hora de discernir de forma clara estos ángulos, si bien todos
ellos los abordan de una u otra forma. Así pues, la sensación que tiene el
lector al acabar el recorrido por estas páginas es que los autores pretenden de
forma implícita —e incluso involuntaria— que las diferencias entre el
«identificarse a uno mismo» y el «ser identificado por otros» sean lo más
pequeñas posibles para una supuesta «mejor comprensión» respectiva. Sin
embargo, si estamos de acuerdo en que la «identidad se construye, se elabora,
se manipula [y] obedece a intereses», el sostenimiento, la vigilancia y la
modificación para que estas diferencias no se dilaten pueden ser totalmente en
vano. La velocidad de los cambios siempre es infinitamente superior a la de los
análisis y enmiendas, que, por qué negarlo, suelen quedarse en meros análisis.
En este sentido, y sabiendo que el «cómo somos» y el «cómo son» nunca van a ser
totalmente iguales, justos y objetivos, cabría plantearse fórmulas que traten, en
primer lugar, de encontrar aquellos puntos en común —por lo normal mucho
mayores en número—, y en segundo lugar, tratar de establecer vías de contacto
por donde no fluyan las diferencias y dejar que éstas construyan la identidad,
sino flujos que no necesariamente pasen por un centro político y se basen mucho
más en las necesidades y el mutuo beneficio.
¿Son el culturalismo y el
nacionalismo mutuamente exclusivos?
El debate que
tiene como protagonistas estas dos ideas es considerado por algunos autores de
esta obra, pero es James Townsend quien propone una tesis contundente, la
«tesis del culturalismo al nacionalismo», si bien dedica más líneas a matizarla
que a argumentarla con ejemplos históricos. A grandes rasgos la tesis se basa
en la idea de que el culturalismo había existido a lo largo del periodo
imperial y que era esta base de superioridad cultural la que mantenía unido el
territorio hasta la llegada de las potencias imperiales y culminando con el
movimiento del Cuatro de Mayo de 1919. A partir de entonces, la necesidad de
China de explicarse a sí misma y a los demás ha provocado un desarrollo del
nacionalismo que ya no cesaría hasta nuestros días. Así pues, cabe preguntarse
si realmente no existía un nacionalismo premoderno y si el culturalismo ha
dejado de tener importancia desde principios de siglo xix.
A través de una división conceptual
entre nacionalismo étnico y estatal, a menudo casi indistinguibles, el autor concede validez a
la presencia de un nacionalismo premoderno del primer tipo. Lamentablemente, el
autor no pasa de una argumentación conceptual y no se nos presentan ejemplos
que ilustren tal nacionalismo a modo de sentimiento, conciencia o estado mental
más allá del culturalismo. Personalmente considero que sí debió existir un
imaginario que se ayudaba de la cultura para delimitar unas fronteras
aproximadas a partir de la cual aquellos que participaban asiduamente en la
producción de esta tradición cultura, esto es, la élite, podían recrear un
protonacionalismo que, es cierto, no gozaba de un «credo político»,
indispensable para el nacionalismo moderno de los estados-naciones. Si se
observa a China como civilización y no como cultura[2],
tampoco nos ayudaría a afirmar la presencia de un nacionalismo premoderno, ya
que el pueblo chino siempre se ha considerado el productor, portador y
transmisor de la única civilización, la china. Sin embargo, si bien esta
condición abarca un ámbito universal o tianxia
(«todo lo que hay bajo el Cielo»), no cabe olvidar que la superficie de China
bajo esta bóveda celeste está representada por un cuadrado, y todo lo que queda
en las esquinas se considera territorio de bárbaros. Así pues, y en cierto
modo, China como cultura y como civilización ha tenido unos contornos
localizados en el imaginario, por lo tanto, éstos debieron tender a sobresalir
cada vez que los pueblos periféricos cuestionaban los mandatos imperiales, si
bien estos formalmente no tenían nada
que decir al respecto, más allá de clasificarlos en crudos o cocidos (Fikesjö,
1999: 139-168).
Y ¿qué hay del culturalismo desde el
Cuatro de Mayo? De nuevo, Townsend hace una división conceptual: «culturalismo
como identidad» y «culturalismo como movimiento». Mientras que éste hace
referencia a la «actividad y argumentación consciente… necesaria para defender
una cultura amenazada», aquél se refiere a «una visión de mundo incuestionable
que no puede desaparecer o demostrarse errónea» (p. 31). Así pues, y según su
definición, nos damos cuenta de que «China como civilización» (supuestamente
enraizado en la etapa premoderna) y «culturalismo como identidad»
(supuestamente vestigio de aquella y siempre presente desde hace ya más de un
siglo) se tratan de la misma idea.
¿Qué podemos concluir de todo ello?
Como bien apunta el autor que defiende
la tesis «del culturalismo al nacionalismo», «la tesis a veces es utilizada en
sentido metafórico» (p. 34). Mi conclusión, pues, y después de observar que
tanto culturalismo y nacionalismo siempre han estado presentes, más allá de
discutir sobre la diferente gradación que cada autor otorga a cada noción en
las diferentes etapas históricas, concluyo que al fin y al cabo tanto
culturalismo como nacionalismo se tratan de la misma estrategia, una estrategia
que pretende encontrar un significado, una identidad y unos objetivos hacia los
que tender de un pueblo en concreto. A simple vista no parece haber un mayor
centralismo cualitativo en el nacionalismo que en el culturalismo: los flujos
de información que configuran el carácter de un pueblo viajan tanto en vertical
como en horizontal. La única diferencia en esencia que parece envolver el
término de nacionalismo es que desde su importación China se ha visto como
partícipe en el teatro de las imaginerías nacionales, y es este papel el que ha tenido que jugar para dialogar con el
resto del mundo. Si bien algunas visiones pueden contemplar este hecho como
auténticamente imperialista, y por lo tanto resultado de una imposición, lo
cierto es que este hecho no es sino un gran paso para un ideal intercultural en
el ámbito internacional, otro tema aparte es lo que sucede dentro de las
fronteras estatales.
«¿Cuál es la naturaleza de la
colectividad antes de ser delimitada?»[3]
Prasenjit Duara
aporta más argumentos a mi crítica que cuestiona la ausencia de un sentimiento
nacionalista durante la etapa imperial. Según él, «Una nacionalidad incipiente
se forma al cambiar la percepción de los límites de la comunidad: cuando los
límites flexibles se transforman en fijos» (p. 83). Por límites fijos se
entiende que un pueblo ha dejado de realizar, compartir, intercambiar e
importar prácticas culturales de otros pueblos de forma inconsciente sin que
ello produzca tensiones internas. Además de ejemplos como la escritura o la
sutil manipulación de las artes escénicas orales (opera, narración, etc.), un
ejemplo no menos importante que ha expandido-cerrado estas fronteras —pero que
por esta misma razón ha definido lo propio del pueblo chino— lo aporta James L.
Watson a través de su análisis de los ritos, en particular la estructura de los
ritos funerarios. El autor nos
dice: «What we accept today as “Chinese” is in large part the product of a
centuries-long process of ritual standardization […] Performance, in other
words, took precedence over belief—it mattered little what one believed about
death or the afterlife as long as the rites were performed properly» (Watson,
1988: 4).
Así
pues, estos límites, que siempre están en constante negocio, juegan, al menos,
dos papeles básicos: uno, dar cuenta de lo que encierran para con sus vecinos y el resto de mundo, y por lo tanto,
dos, este contenido debe mantener una
coherencia interna, de ahí que los nacionalistas pretendan difuminar —suprimir,
si es posible— las diferencias internas en constante ebullición. Esto nos lleva
a la pregunta de quién fija las fronteras. En muchas ocasiones, y para hacer de
las fronteras mucho más sólidas, las autoridades centralistas no dudan en
llevar a cabo narrativas que celebran las diferencias respecto al exterior como
el único camino a la liberación, como el fin último de un pueblo. Pero no es
sólo la elite quien decide cómo deben ser los límites, sino también la propia
base de la sociedad y los propios extranjeros.
Tratar
de responder a la pregunta que encabeza este subapartado sería harto complejo
debido a que la mayoría de sociedades que conocemos en la actualidad y a lo
largo de la historia son precisamente conocidas y comparadas por su
delimitación. No obstante, me atrevería a decir que las múltiples orientaciones
e identificaciones que la caracterizarían le otorgarían una cosmovisión mucho
más horizontal sin que ello signifique estancamiento, sino tolerancia y, de
nuevo, una interrelación basada en el beneficio mutuo, a diferencia de —como
caso más extremo— los estado-nación actuales, los cuales parecen no tener
descanso en una escalada hacia la homogeneidad interna en lugar de tratar de
buscar puntos en común con otros pueblos. El colonialismo y el poscolonialismo dan
fe que este modelo se basa en la identificación a expensas de los demás, pero
todavía no hay un consenso en reconocerlo.
¿Amor a la nación o al estado?
«La nación china
ha sido creada y recreada durante la lucha por el poder del estado, y en último
término, es definida por aquél como recompensa por su victoria» (p. 97). Con
estas palabras John Fitzgerald pretende separar estado y nación, siendo ésta un
producto de una selección basado en unos intereses particulares de aquellos
quienes detentan el poder. La búsqueda de la nación por parte de un país
poscolonial como China se ha edificado en gran medida a través de la idea de
nación-clase propia de la narrativa marxista. Fitzgerarld trata de buscar
alternativas a esta visión.
Es adecuada la visión de Partha
Chatterjee que nos advierte de que el nacionalismo poscolonial no es sino un
«discurso derivativo» del orientalismo, el producto que conserva el esencialismo
de la mirada orientalista pero que se torna a ella, entre lo pasivo y lo
participante pero ninguno de los dos, es
simplemente producto de la subjetividad (Chatterjee, 1986: 38). Se consideraría, a mucho pesar de los orientalistas,
un «subject of a difference that is almost the same, but not quite» (Bhabha, 1984:126).
El
propio Chatterjee, basándose en Gramsci y en el caso indio, aporta una
evolución de este proceso que, sin embargo, no parece encajar del todo con el
caso chino. Tras la contradicción en la toma de consciencia de que la propia
cultura tradicional se ve amenazada mediante el uso de la modernidad, el
siguiente paso debería ser la movilización del pueblo por la causa anticolonial
y su separación, así, de las estructuras del estado. Pero Beijing nunca fue
colonizado y las masas nunca llegaron a movilizarse del mismo modo en que sí lo
hicieron en India. El enemigo era difícil de definir, si bien se consideraba al
imperialismo en su conjunto. Si Sun Yat-sen insistía en que los genes de la
raza china coincidían con las fronteras del estado, los marxistas chinos
decidieron hacer la separación entre revolucionarios y contrarrevolucionarios:
ambos rompen con el esquema tradicional de linajes y comunidades en su
propósito de relacionar su imagen con el mundo. De cualquier modo, «Cuando ser
miembro de la nación deriva de ser miembro del estado, los que no tienen poder
se quedan sin ninguna nación a la que apelar. La nación es exclusivamente el
cuerpo de aquellos reconocidos por el estado» (p. 111).
Esto es sólo un ejemplo, pero lo que
se pretende explicar es que la respuesta a la pregunta sobre quién es el pueblo
varía constantemente según los intereses del estado. La verdadera nación se
inventa y se diseña para superar sus diferencias en aras de una homogeneidad de
cara al exterior, de ahí que el «patriotismo» que promueve el estado «no
significa querer a tu pueblo natal, a tus ríos, a tu tierra, a tus ciudades;
significa amar al estado» (p. 127). Del mismo modo, los aspirantes a hacerse
con las riendas del estado, independientemente de su color, todos aspiran a
convertirse en lo mismo: el escenario es el mismo, el trofeo también.
Sólo encuentro una cierta
contradicción en la exposición de Fitzgerald al respecto: de acuerdo con su
idea de «estado sin nación», y con su aserción de que la figura del estado no
tiene cabida «en una nación que está suficientemente segura de sí misma para
nombrarse» (p. 127), ¿cómo es que China ha pasado de una nación «segura» a otro
insegura»? Se entiende que este proceso tiene lugar a través de la intromisión
de las fuerzas imperialistas, pero si esta es la tesis que defiende el autor,
debería hacer especial hincapié en ese periodo liminar entre lo uno y lo otro.
¿Es nacionalismo «la» respuesta
ante la «crisis de confianza» posmarxista?
Al menos éste es
el pronóstico de Lucian W. Pye. Según él: «sólo si el estado chino renuncia a
su objetivo de buscar el consenso y la conformidad y permite las turbulencias
propias de la competencia entre los intereses difusos de la sociedad, China
alcanzará el poder colectivo unificador de un nacionalismo dinámico» (p. 166).
Pero el lector seguramente se pregunta: ¿es esto lo que quiere el estado chino,
o bien sus principales socios económicos?
Es cierto, la ruptura de Europa en
estados-nación fue la causa tanto de la aparición de estados relativamente homogéneos, y por lo
tanto, una competencia entre ellos que produjo lo que más tarde se denominaría
modernismo. Así pues, podríamos pensar que si China afloja las ataduras que
impiden la proclamación de naciones en las regiones internas podría
experimentar tal dinamismo, pero ¿acaso podemos olvidar la crisis del
estado-nación en la actualidad? Cuando China más ha ahondado en el proceso
nacionalista tras el periodo maoísta es precisamente cuando los estados-nación
se han visto cuestionados ante la falta de coherencia de la ecuación N=E=C (nacionalidad,
etnicidad, cultura), si bien esta lista no es ni mucho menos exhaustiva.
Además, no hace falta mirar al continente europeo para observar este fenómeno
ya que los propios vecinos japoneses sufren la misma crisis de identidad y
autores como Yoshio Sugimoto dan buena cuenta de ello. Quizá ello explique la continua
ambivalencia del estado chino: se idealiza al campesino en abstracto tanto como
se desprecia, se anhela la consecución del modernismo tanto como se atacan
aquellos que han triunfado a gracias a él. Otros ejemplos de esta ambivalencia
pueden provenir de una «cultura de la experimentación» con una posterior
«predicación del ejemplo» relativamente efectiva derivada en gran medida de los
puertos de los tratados y más recientemente mediante la creación de Zonas
Económicas Especiales (ZEE). También el estado manipula figuras-modelo del
pasado de acuerdo con sus intereses. Es el caso de la recuperación de la figura
de Lei Feng[4]
tras la masacre de Tian’anmen de 1989. Estos modelos tienen una eficacia muy
cuestionable, como así reza un dicho popular: «Nadie quiere ser como Lei Feng,
pero a todo el mundo le gustaría tenerlo como vecino» (Landsberger, 2009: 446),
sin embargo, no es tan importante su efectividad (el gobierno ya sabe que no convencerá
a toda la población ni mucho menos), sino su intención como arma de doble filo
que pretende aleccionar a unos e indirectamente dar rienda suelta a otros. Algo
parecido sucede con los crímenes —si bien el modelo chino del crimen como
sanción tiene una tradición milenaria— y su efecto únicamente «disuasorio» y
«ejemplar», a pesar de que los índices de criminalidad se sitúan entre los niveles
«bastante bajo» y «extremadamente bajo» (Bakken 2005: 398).
Se puede concluir que el
nacionalismo sí puede ser una respuesta efectiva de acuerdo con el escenario
internacional, pero lo más probable es que atendiendo al enorme crecimiento
económico del país[5]
y el respeto —y temor— internacional que de ello se deriva, el nacionalismo tal
y como lo conocemos tiene todo los números las de cambiar a medida que avanza
el siglo XII. China, como «invitado»,
tiene que acatar las normas de «deferencia» y «protocolo» del escenario
internacional, pero a medida que la
balanza económica se invierta, China se verá en mayor disposición de promover
sus propios modelos de identidad.
¿Revoluciones por/para China o por/para
los chinos?
Wang Gungwu
discute sobre el debate acerca de si sólo hubo una revolución, dividida en dos
partes (1911 y 1928), o si sólo se debe considerar la revolución de 1949 como
única y legítima. De cualquier modo, cabe preguntarse quiénes fueron los
artífices de la/las Revolución/revoluciones y hacia quién iban dirigidas cada
una de ellas.
Según el autor: «al principio [1911]
hubo una revolución china y no una definida por el objetivo de mejorar la
condición humana» (p. 171), es decir, que lo que se pretendía era restablecer
el gobierno de la mayoría Han y hacer que el estado llevara las riendas del
poder. No será hasta 1919 que el movimiento del Cuatro de Mayo abogue por un
nacionalismo moderno, un pensamiento científico y un espíritu democrático
basado mucho más en las necesidades y el porvenir del pueblo. Dos personajes
fueron especialmente importantes, Chen Duxiu y Hu Shi, con sus propuestas de
ciencia y democracia, y el movimiento a favor del uso de la lengua vernácula,
respectivamente. Antes de la victoria de Mao Zedong en 1949, el Partido Comunista
Chino (PCCh) sí que dejó a un lado sus objetivos revolucionarios y mostró
interés por el pueblo chino, aunque este acercamiento sólo iba dirigido al
campesinado como parte de la estrategia que le llevaría a la victoria. Tras
ello, «Pronto se vio claramente que la mayoría del pueblo vivía y trabajaba
controlado por los miembros activos de partido de diferentes niveles y era más
un objeto de educación y de adoctrinamiento antes que un participante activo»
(p. 176). Ni siquiera las «cuatro modernizaciones» que impulsó Deng Xiaoping en
1979 tuvieron en cuenta las demandas de reformas democráticas, pero el
espectacular ritmo de crecimiento del país las acalló casi por completo. Si
bien anteriormente la tradición imperial era un impedimento para la democracia,
ahora lo es la misma raison d’être
del PCCh, es decir, su trasfondo —ahora más al fondo que nunca—
marxista-leninista.
Si nos volvemos a preguntar por
quiénes fueron los sujetos y objetos de la/las Revolución/revoluciones, no
hacemos sino fijarnos en aquellos aspectos que separaron a unos y a otros
cuando llevaron a cabo su causa revolucionaria. Propongo que nos fijemos en las
similitudes y en los resultados. Aquellos que abogaban decididamente por la
consecución de un nacionalismo ahora ven cómo este nacionalismo se cuestiona
una y otra vez desde dentro, pero aún peor, desde todo el mundo. No obstante,
aquellos que pretendían liberarse de las normas sociales y de las políticas
tradicionales han visto y ven como sus demandas se van cumpliendo progresivamente,
en gran parte ayudados por una diáspora que emigró, observó lo que había en sus
países-destino y ha hecho que los locales abrieran los ojos y, irónicamente,
incrementara su identidad china con mucha más eficacia que las políticas
patrióticas centralistas. Concluye, pues, que las verdaderas revoluciones son
aquellas —múltiples— «transformaciones silenciosas»[6]
extraoficiales y extraterritoriales ajenas al aparato estatal y aquellos que
pretenden controlarlo.
¿Existe
alguna diferencia de resultado entre una comunidad («comúnmente») imaginada y
otra (artificialmente) imaginada?
Ante todo, doy
por hecho que todas las comunidades son «artificialmente» imaginadas, puesto
que todas han sido inventadas y reinventadas según la selección de la historia
de aquellos que detentan esta prerrogativa. Simplemente utilizo el término
«comúnmente» entre comillas como una mera licencia para destacar el caso
particular de Taiwán con el resto de países.
Allen Chun sostiene que las políticas que han caracterizado al gobierno
de Taiwán desde la presencia del Guomindang (GMD) tras la guerra civil se han
basado en la propaganda de topografías del imaginario. A menudo se dice que la
crisis cultural es mayor en aquellas naciones que han experimentado
asentamientos multiétnicos o demasiado arraigadas a la tradición local. Y es
que «No sólo es endémico de las naciones multiétnicas luchar para conseguir una
nueva base de identidad común, sino que, por su naturaleza orientada al futuro,
también es propio de naciones étnicamente homogéneas tratar de reemplazar la
totalidad cosmológica preexistente por un nuevo sentido de totalidad que no
existía previamente» (p. 189). Esto es precisamente lo que ha sucedido en
Taiwán.
El autor detalla la propaganda de
símbolos clave, creencias o mitos compartidos y conciencia moral llevada a cabo
por el GMD, pero no hace especial hincapié en la «genuinidad» del resultado de
ésta. Está claro que una comunidad no puede recordar constantemente el pasado,
si no se podría decir que esta comunidad no fa
camí y siempre se sitúa en dos
puntos y no entre ellos; Taiwán, en
este sentido, se encuentra en un no-lugar y en un no-tiempo. Pero ¿esta idea
engloba a toda la población? Ni mucho menos. La propaganda cultural llega a la
base de la sociedad pero su eficacia es altamente cuestionable; en cambio, sí
manipula con gran habilidad la hegemonía de país, ya que la ética «tradicional»
es la única válida. De entre las iniciativas presidenciales, Lu Yu-Ting destaca
la alteración y promoción en el control magisterial, el espíritu nacional
chino, el culto a los dirigentes del estado, las fiestas nacionales, la
enseñanza del chino mandarín, los medios de comunicación, la cultura y el arte,
y el ethos/telos de Taiwán (Lu, 2010: 113-122).
Seguramente la respuesta a la pregunta
de este punto no puede responderse de forma aislada. Cualitativamente, el
resultado de las políticas culturales del GMD no parece diferir del de otros
procesos de nation building en otros
países. Si verdaderamente hay algún factor que juega con la maleabilidad
cultural de Taiwán es, con mucha más importancia que el GMD, la relación
económica que el país/provincia mantiene en el exterior, pero especialmente con
la República Popular China. De cualquier modo, el status quo entre el estrecho de Taiwán es lo más probable. Como
apunta Xulio Ríos: «La capacidad para desplegar un ataque rápido, mantener un
bloqueo marítimo o recurrir a la guerra cibernética es todavía insuficiente
como para que Beijing pueda asestar el golpe de gracia definitivo» (Ríos, 2011:
82).
¿China construye las ZEE o las ZEE
construyen China?
Según George T.
Crane: «Las ZEE son al mismo tiempo productos y productoras de la nueva
identidad económica china» (p. 221). Con esta conclusión ya podríamos responder
a la pregunta que la precede, pero ¿donde se sitúa el centro de gravedad de
esta relación mutua? ¿China posee la mayor parte de la agencia o ésta actúa
pasivamente en base a los resultados de las ZEE?
Si se prefiere la primera opción,
China como maniobrera, es preciso recordar que China únicamente decide fomentar la creación de las ZEE con una economía
nacional en fracaso y declive, es decir, la situación que presentaba en 1979.
Sin duda, y reiterando la situación desesperada de la economía china, las
primeras creaciones de ZEE tienen un valor de agencia por parte del PCCh mayor
que las de reciente creación, pero todas ellas vienen condicionadas por las
experiencias de las concesiones extranjeras en el siglo xix, las áreas base de la revolución comunista, la política
del «Tercer frente» y las bases de producción de mercancías de la década de
1970 (p. 224). En resumen, la idea de crear ZEE no es totalmente innovadora y
arriesgada, sino que China ya tenía grandes referentes que hablaban de su más
que probable éxito.
Otros síntomas que favorecen a la
creencia de que las ZEE construyen China es la ideología. A medida que los
resultados que se obtenían ZEE desbordaban las expectativas del estado, la
interpretación del socialismo ha ido mutando a gran velocidad hasta que en la
actualidad poco o nada se sabe de ella. Por otro lado, las regiones que han
disfrutado de esta apertura económica están aumentando la corrupción
sobremanera, pero aún peor (para el PCCh), irónicamente se están experimentando
tensiones no sólo por parte de aquellos que consideran el trozo de pastel que
les ha tocado totalmente injusto, sobre todo las minorías étnicas (Dreyer,
2010: 293-295), sino también de los que más se han beneficiado: «En la próxima
década podríamos asistir al resurgimiento del nacionalismo tang en el sur de
China, en oposición al nacionalismo Han del norte, en particular porque la
riqueza económica del sur puede eclipsar a la del norte (Gladney, 2010: 124).
La respuesta parece algo más clara:
las ZEE indudablemente afectan más de lo siempre esperado sobre las políticas
económicas, y por ende, las políticas y sociales. Esta es sin duda una de las
razones por las que países como Estados Unidos y Japón no vean con buenos ojos
la supuesta «evolución pacífica» del gigante asiático, ya que muy poco se puede
prever cuando se experimenta un ascenso económico sin precedentes.
¿El nacionalismo implica
democracia?
Antes de tratar
de responder a esta pregunta, tengo la sensación de que el autor del capítulo
titulado «¿Un nacionalismo chino democrático?», Edward Friedman, no parece
responder esta pregunta sólo con argumentos sino también con sus propios
deseos. Frases como «A veces tengo la impresión [¿hay pruebas?] de que cada
intelectual chino políticamente comprometido [¿con qué?] tiene su propio plan
casero para desarrollar el federalismo» (p. 252) transmiten esa sensación.
De cualquier modo, la respuesta debería ser que en el caso de China sí, el
nacionalismo implicará la mayoría de las propuestas que ofrece la «democracia»,
sea o no bajo un término tan cacofónico para la lengua china. Como sostiene
Liah Greenfield: «la democracia no puede ser exportada, y sería una
predisposición inherente en ciertas sociedades […] es totalmente ajena en
otras, y la capacidad de adoptarla o desarrollarla en las últimas requiere un
cambio de identidad» (Greenfield, 1992: 10).
Hay múltiples argumentos que apoyan
esta hipótesis. Uno de ellos es la conciencia china del regionalismo,
ejemplificado, por ejemplo, en los movimientos nacionalistas como el
shanghainés (como argumenta Pye), las variaciones de los orígenes del pueblo
chino, la percepción de diferencias mayores entre los propios Han que la que
hay entre éstos y los demás grupos étnicos, el aumento en popularidad del
daoísmo y el budismo, etc. En definitiva, los debates relacionados con la
impotencia política y racial han dominado el escenario de los debates centrales
entre los chinos (Dikötter, 1992: 75-77, 107-115; 1994).
La pregunta que quizá cabría formularse
sería: ¿«sacrificará» China su identidad de cara a la democracia? En cualquier
caso éste es un asunto del cual el PCCh no tiene ni mucho menos toda la
potestad.
¿Hasta qué punto es efectiva la cosmovisión que propone/promueve
el estado?
Geremie R.
Barmé, quien analiza la vanguardia nacionalista china, nos recuerda la gran
decepción que causó a China la decisión del Comité Olímpico de celebrar los
Juegos Olímpicos del 2000 en Sydney. Este hecho, sin duda, reafirmaba un poco
más un sentimiento nacionalista que el PCCh se encargó de promover durante la
década de 1990, sobre todo en la educación mediante la creencia de que las
condiciones de China eran únicas y no estaban condicionadas para aceptar una
democracia liberal de corte occidental (Zhao, 2008: 50). Un joven australiano de origen chino que trabajó
durante seis meses para los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008 escribió: «I am
disappointed that many Chinese people seem to have abandoned the Olympic spirit
in the name of patriotism […] they are claiming sole ownership of these Games
as theirs alone, to organize as they please so they can prove how far they have
come» (Zhao, 2008: 56). Sin duda, el deporte es un anzuelo
perfecto que ayuda a difuminar la mayoría de diferencias entre el programa del
PCCh y las demandas populares.
Como
nos dice Barmé: «Existe una literatura cada vez más amplia en China sobre una
serie de temas “pos” (posestructuralismo, posmodernismo, poscolonialismo, etc.)»
(p. 270) que sin duda se utilizan para reafirmar el valor de los elementos
culturales propiamente chinos. También
el odio y la aceptación de sí mismos ayudan a incrementar los niveles de
patriotismo y nacionalismo: «In the PRC, national-humiliation discourse is
produced in the last refuge of one of the major institutions of modernity, the
Chinese Communist Party; but it is important to note that its Central
Propaganda Department is now concerned with promoting nationalist history» (Callahan,
2004: 214).
Barmé
no analiza cuán efectiva es la cosmovisión que se deriva de la propaganda del
PCCh, sin embargo, realmente ésta es muy difícil de calcular. Tanto para el
estado como para la población, la fórmula dinero = riqueza (= potencia) =
autorreconocimiento = continuidad es beneficiosa. Así pues, mientras que esta
ecuación siga siendo positiva para ambos (o potencialmente asequible para la
población), se podría pensar que a efectos materiales no importa en especial
qué cosmovisión prevalece. Diríamos, pues, que la propaganda nacionalista estatal
no se caracteriza por su efectividad o inefectividad dentro de un entorno de
bonanza económica.
Algunas observaciones finales
En general, Nacionalismo chino se trata de un
interesante compendio de textos que
analiza los principales debates actuales sobre la noción de nacionalismo en
China, así como también propone nociones conceptuales y análisis alternativos
que verdaderamente nos ayudan a interpretar este tema bajo nuevas perspectivas.
De cualquier modo, permítaseme aquí añadir algunos aspectos que echo en falta.
En primer lugar, observo que el
propio título de la obra no acaba de ser fiel a la línea de argumentos que
confieren sus autores: «Nacionalismo
chino» en singular es precisamente la idea que se trata de cuestionar a lo
largo de los capítulos. En segundo lugar, cada vez que se evoca la voz
«nacionalismo» el lector tiene la sensación quizá no tanto de que se está
esencializando China, sino que los diferentes nacionalismos no quedan
representados precisamente porque no son nacionalidades. En tercer lugar, se
echa en falta más presencia de autores locales que representen precisamente los
diferentes nacionalismos. A menudo la perspectiva que se tiene cuando los
hechos suceden fuera en lugar de en casa son harto distintas. Finalmente,
y a pesar de que no se suela realizar en este tipo de obras con diferentes
autores, daría un gran valor a la obra que aparecieran diferentes opiniones al
respecto, sobre todo en este tipo de temas tan subjetivos y donde la división
entre el discurso oficial y las verdaderas intenciones en la propaganda
nacionalista quedan del todo claras.
Fuentes utilizadas
Anderson,
Benedict, [1983] 2006 (3ª ed.), Imagined
Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres:
Verso.
Bakken, Børge, 2005, «Crimen
y castigo en China», Anuario
Asia-Pacífico año 2005 (1): 395-403.
Beltrán Antolín,
Joaquín, 2004, «Los límites de mundo chino. ¿Hasta dónde llega China?», en Beltrán
Antolín, Joaquín (coord.), La presencia
china en el mundo, Barcelona: Editorial UOC.
—, 2006, «Diversa y dispersa.
La compleja construcción de la identidad china», en Beltrán Antolín, Joaquín (ed.),
Perspectivas chinas, pp. 249-271,
Barcelona: Edicions Bellaterra.
Bianco, Lucien, [1967] 1999,
Los orígenes de la revolución china
(1915-1945), Lluch Oms, Roser (trad.), Barcelona: Edicions Bellaterra.
Bhabha,
Homi K., 1984, «Of Mimicry and Man: The Ambivalence of Colonial Discourse», October 28: 125-133.
—,
1990, «Dissemination: Time, Narrative, and the Margins of the Modern Nation»,
en Bhabha, Homi K. (ed.), Nation and
Narration, Londres: Routledge.
Brennan,
Timothy, 1990, «The National Longing for Form», en Bhabha, Homi K. (ed.), Nation and Narration, Londres:
Routledge.
Callahan,
William A., 2004, «National Insecurities: Humiliation, Salvation, and Chinese
Nationalism», Alternatives (29): 199-218.
Chatterjee,
Partha, 1986, Nationalist Thought and the
Colonial World: A Derivative Discourse, Londres: Zed Books for United
Nations University.
Ci, Jiwei, [1994] 2002,
De la utopía al hedonismo. Dialéctica de
la revolución china, Beltrán Antolín, Joaquín (trad.), Barcelona: Edicions
Bellaterra.
Coca, Joaquim et al., 2011, «El coloso oriental», en Vanguardia Dossier (40): 60-61.
Dikötter,
Frank, 1992, The Discourse of Race in
Modern China, Londres: Hurst.
—,
1994, «Racial Identities in China: Context and Meaning», The China Quarterly (138): 404-412.
—, 2000, «Identidad»,
en Fisac, Taciana y Tsang, Steve (eds.), China
en transición. Sociedad, cultura, política y economía, pp. 165-188, González
España, Pilar y Resa, Carlos (trads.), Barcelona: Edicions Bellaterra.
Dreyer,
June Teufel, 2010 (7ª ed.), China’s
Political System: Modernization and Tradition, Nueva York: Longman.
Fanon,
Frantz [1961] 1968, The Wretched of the
Earth, Farrington, Constance (trad.), Nueva York: Grove Press.
Fei,
Xiaotong, [1947] 1992, From the Soil: The
Foundations of Chinese Society. A Translation of Fei Xiaotong's Xiangtu
Zhongguo, with an Introduction and
Epiloque by Gary G. Hamilton and Wang Zheng, Berkeley: University of
California Press.
Fikesjö,
Magnus, 1999, «On the ‘Raw’ and the ‘Cooked’ Barbarians of Imperial China», Inner Asia 1 (2): 139-168.
Gladney, Dru, 2010,
«Fallas étnicas en el oeste de China», en Anuario
Asia-Pacífico año 2009 (1): 121-128.
Greenfield,
Liah, 1992, Nationalism. Five Roads to
Modernity, Cambridge y Massachusetts: Harvard University Press.
Jillien, François,
[2009] 2010, Las transformaciones
silenciosas, Marcén, José Miguel (trad.), Barcelona: Edicions Bellaterra.
Landsberger, Stefan R.,
2009, «Nuevos modelos e iconos de la
China contemporánea: símbolos de una sociedad de consumo emergente», en Anuario Asia-Pacífico año 2008 (1): 443-451.
Lu, Yu-Ting, 2010, Taiwan. Historia, política e identidad,
Barcelona: Edicions Bellaterra.
Pérez, Claudi, 2010,
«Clinton sobre China: "¿Cómo negocias duro con tu banquero?"», La Vanguardia, 27 de diciembre.
Ríos, Xulio, 2011, «Taiwán
versus República de China. ¿Ser o no ser?», en Vanguardia Dossier (40): 78-83.
Said,
Edward W., 2010, «Identity, Negotiation, and Violence», en New Left Review 1 (171): 46-60.
Sugimoto, Yoshio, 2006,
«Conflicte paradigmàtic en el
discurs sobre “el Japó”», Revista
d’Etnologia de Catalunya (29): 31-51.
Unger, Jonathan (ed.),
[1996] 1999, Nacionalismo chino, Beltrán
Antolín, Joaquín (trad.), Barcelona: Edicions Bellaterra.
Watson,
James L., 1988, «The Structure of Chinese Funerary Rites: Elementary Forms,
Ritual Sequence, and the Primacy of Performance», en Watson, James L. y Rawski,
Evelyn S. (eds.), Death Ritual in Late
Imperial and Modern China, pp. 3-19, Berkeley: University of California
Press.
Zhao,
Suisheng, 2008, «The Olympics and Chinese Nationalism», en China Security 4 (3): 48-57.
[1] Cabría siempre tener en cuenta
que el significante, que no significado, ya que éste ha variado ido variando
con el paso del tiempo mientras que aquél ha permanecido invariable desde el
momento en que se empezó a usar en el exterior, se trata de «una imposición, en
cierto modo, imperialista» (Beltrán, 2006: 253).
[2] Me baso en la clasificación de
perspectivas como fuentes de legitimidad de la identidad que realiza Beltrán
(2004): China como civilización, China como cultura y China como entidad
política.
[3] Cojo prestada la pregunta que se
hace Prasenjit Duara (p. 84).
[4] Este campesino (1940-1962) de
familia pobre personificaba el denominado «espíritu del tornillo», derivado del
ideal estalinista de que el hombre soviético debía considerarse como un simple «piñón»
en la rueda gigante del Estado soviético (Landsberger, 2009: 445).
[5] Este hecho queda de manifiesto con la ya célebre
frase de la actual secretaria de estado norteamericano, Hillary Clinton, que en
2010 sacó a la luz Wikileaks: «How do you deal toughly with your banker?»
(Pérez, 2010), pero además, los principales organismos económicos
internacionales también auguran que por el año 2050 China se situará por encima
de Estados Unidos en cuanto al PIB (Coca, 2011: 61).
[6] Hace referencia al título de la
obra de François Jullien, Les
transformations silencieuses, publicado en 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario