EPÍLOGO
Marginados,
minorías, mayorías y migrantes:
estudiar
las fronteras japonesas en el Japón contemporáneo
Roger Goodman
Existe una larga
tradición en la antropología social por estudiar los márgenes de una comunidad
con el fin de entender lo que ocurre en su interior. El estudio de los grupos
minoritarios en las sociedades industriales modernas es un buen ejemplo de esta
tradición: observar el modo en que estos grupos están definidos, excluidos e
incorporados por la sociedad dominante permite comprender el carácter cambiante
de aquello que constituye los valores fundamentales de esa sociedad. Los
artículos de este volumen ilustran este enfoque de forma admirable. Además,
también plantean asuntos importantes que precisan de un mayor estudio y que me
gustaría apuntar en este epílogo.
La disciplina antropológica común en
el estudio de las minorías ha tendido a realizar dos tipos de suposiciones
sobre ellas: primero, que las minorías están excluidas de los mecanismos de poder
político y económico; y segundo, que éstas deben considerarse en oposición a
una cultura mayoritaria relativamente homogénea. Lo que revela el caso de Japón
sugiere que ambas suposiciones son cuestionables.
Los estatus de marginalidad y
minoría
Es un error
confundir el estatus de minoría con el de marginado. Las minorías pueden ser
relativamente pequeñas en número, como lo fueron los blancos durante el período
de apartheid en Sudáfrica, pero lejos del estatus de marginados. Asimismo, puede
que sean marginados en un momento dado, pero parte de la sociedad dominante en
otro. Durante la década de 1980 los niños repatriados en Japón (kikokushijo) pasaron de la condición de
marginados a la de elite de forma espectacular a medida que sus padres de clase
media movilizaban poder político y económico a su favor. Sin embargo, lo que
interesa particularmente del estudio de caso de los kikokushijo es cómo se explicó su marginalidad, cuando estaba
aceptaba, en términos históricos y culturales que sugerían lo inevitable de su
condición (véase, por ejemplo, White, 1988). Este tratamiento esencialista
puede observarse en otra etnografía más reciente de los grupos minoritarios en
Japón: la comunidad nikkeijin (latinoamericanos
descendientes de japoneses) establecida desde principios de los años noventa,
de la cual Tsuda Takeyuki (2003: 396) concluye diciendo que:
[los japoneses brasileños] acabarán
finalmente por desaparecer entre la población mayoritaria a través de la
asimilación cultural y la movilidad social porque su etnicidad no está
esencializada. En consecuencia, las generaciones futuras de japoneses
brasileños en Japón no residirán como extranjeros en su tierra natal étnica.
La también
detallada etnografía de Joshua Roth coincide con la de Tsuda en casi todos los
puntos. En concreto comparten la idea de que los nikkeijin, los cuales se habían sentido orgullosos de su
ascendencia japonesa cuando residían en América Latina, se sintieron
decepcionados por el recibimiento que tuvieron en Japón y por lo tanto
redescubrieron su latinoamericanidad. Donde difieren —y de hecho difieren
radicalmente— es en lo que sus etnografías les revelan sobre la posición y el
futuro de los nikkeijin en Japón.
Roth termina así su conclusión:
Con
o sin consenso a favor, la sociedad japonesa es cada vez más multicultural […]
Un futuro multicultural más positivo depende, al menos en parte, de una
política de gobierno que reforme tales instituciones [como el sistema de
empleo].
(Roth, 2002: 144-145)
En resumen,
mientras que Roth cree que Japón podrá mantener bajo control a grupos
minoritarios como los nikkeijin a la
vez que las nociones de japonesidad adquieren un carácter más global, Tsuda
cree que los nikkeijin desaparecerán
entre los límites de una sociedad japonesa cada vez más inflexible. Ambos
autores parecen considerar que sus conclusiones son positivas y que se derivan
de sus resultados etnográficos. ¿Cómo es posible, pues, que sus resultados
difieran de forma tan diametral? La respuesta se encuentra no tanto en su percepción
de la sociedad nikkeijin (de la cual consuela,
como hemos visto, que sus trabajos de campo parezcan coincidir en la mayoría de
los aspectos más importantes), sino en su percepción de la sociedad japonesa y,
particularmente, en sus premisas en torno a la relación entre individuo y
sociedad.
Tsuda interpreta Japón en términos
funcionales. Considera que la sociedad japonesa percibe cualquier cosa que
provenga del exterior como potencialmente contaminante y, por lo tanto, ante la
necesidad de rechazarla o purificarla antes de que sea aceptada en la sociedad.
Los nikkeijin son el último ejemplo
de grupo que amenaza las fronteras de la japonesidad y la sociedad japonesa ha
respondido, según Tsuda, levantando barreras, aunque con el tiempo, cuando sus
hijos hayan pasado por el sistema educativo japonés y hayan perdido su
brasilinidad (como el autor sugiere en una conclusión, esto está empezando a
suceder), entonces serán asimilados por la sociedad. Por otra parte, Roth hace
hincapié en que la identidad étnica de los japoneses brasileños es el resultado
de la interacción con las estructuras políticas y económicas japonesas por entre
las cuales están obligados a actuar. No se trata de la sociedad o cultura
japonesa como tal la responsable del rechazo hacia los nikkeijin, sino los grupos de interés dentro de Japón como los empresarios,
los políticos, los periodistas y especialmente los agentes de empleo. Estos
grupos, dice el autor, hacen uso de un discurso cultural e histórico que
legitima la marginalización de los nikkeijin
para sus fines económicos (mano de obra barata) y políticos (consolidación de
la identidad étnica japonesa). Es en resistencia a esta marginalización que los
nikkeijin han venido construyendo sus
propias formas culturales (en base a las nociones de brasilinidad) y, con el
tiempo, opina Roth, estas nuevas formas culturales formarán parte de la definición
de lo que significa ser japonés.
Como ya he señalado (Goodman, 1990),
esto es precisamente lo que ha pasado con los kikokushijo en los años ochenta, los cuales se convirtieron en
ejemplos representativos de lo que significaba ser un japonés internacional.
Para los kikokushijo, los cuales
proceden de familias de clase media alta, este proceso fue relativamente fácil
y, de hecho, la llegada de los nikkeijin
a Japón a finales de los ochenta hizo que aquéllos parecieran más «japoneses»
que nunca. Por lo tanto, si se sigue este argumento, teniendo en cuenta que su
posición de clase sigue reforzándose en la sociedad japonesa, los nikkeijin brasileños serán capaces de
ejercer una presión económica y política que permitirá que sus estilos de vida
cultural sean aceptados como parte de la definición de japonesidad.
Comparada con Tsuda, la visión de la
sociedad por parte de Roth es mucho más flexible en cuanto al poder que ésta
asigna a los diferentes actores (lo que los sociólogos en la actualidad denominan
«agencia»), aunque reconoce que estos actores están limitados por las
realidades políticas y económicas de los contextos por entre los cuales se
mueven. En este sentido, la cultura no es nada más que una retórica a la que
recurren diferentes grupos de interés para legitimar su posición. El modelo de
Roth es además mucho más dinámico que el relativamente estático de Tsuda, lo
cual es una diferencia a tener en cuenta a medida que uno lee las versiones de
los autores presentes en este libro. Así pues, ¿hasta qué punto son pasivos los grupos minoritarios
ante la sociedad mayoritaria? ¿Hasta qué punto contribuyen a redefinir sus
límites?
La cultura mayoritaria
Esto nos lleva a
un segundo tipo de cuestiones que requieren ser investigadas: ¿qué constituye
la cultura mayoritaria y cómo se define a sí misma? Como ya he señalado
(Goodman, 2005:58), «¿[q]uiénes son los japoneses?» se convirtió en la pregunta
que dominó el estudio de Japón en los años ochenta. Puesto que la economía japonesa
se expandía y parecía convertirse en la mayor de mundo para finales de siglo,
el gobierno fundó y patrocinó generosamente el Centro Internacional de
Investigación de Estudios Japoneses (Nichibunken) en Kioto con el objetivo de
estudiar los orígenes y el desarrollo de lo que constituía la cultura japonesa.
La publicación de obras en torno a la composición de las principales
características de la sociedad y cultura japonesas aumentó y, lejos de quedar
catalogada por la educación disciplinar, fue ocupando cada vez más un lugar en
las librerías bajo el título genérico de nihonjinron
(literalmente: «teoría sobre los japoneses»).
Algunos de los autores de estas
obras, como el psicólogo Doi Takeo y la antropóloga Chie Nakane, descubrieron
que habían escrito best-sellers que
no cesaban de reeditarse. Hacia finales de esta misma década apareció una
fuerte crítica a este género —sobre todo en los trabajos de sociólogos sobre
Japón como Sugimoto Yoshio y Ross Mouer— que sugería que en lugar de explorar
la cultura japonesa, la literatura nihonjinron
era de hecho parte de su construcción. Esta literatura, argumentaban, era
«primordialista» en su mirada de la cultura y la etnicidad japonesas. Su
énfasis versaba en encontrar continuidades entre los valores sociales del Japón
contemporáneo y las supuestas prácticas tradicionales, así como explicarlas en
términos de geografía, topografía y agricultura japonesa. La fuerza de la
crítica a esta literatura era también, en muchos sentidos, testimonio de su
potencial. Estos autores veían al ciudadano medio japonés impotente ante un
mensaje nacionalista reafirmado como lo estuvo por el estatus de los autores,
sus editoriales y su exposición en los medios.
Mientras que otros autores, como el
sociólogo Yoshino Kosaku (1992) y el antropólogo Befu Harumi (1993), daban
explicaciones más complejas sobre la manera en que diferentes grupos de la
sociedad japonesa recibían y reinterpretaban el mensaje del nihonjinron, la historiadora social Vera
Mackie (2003) ha desarrollado una interpretación mucho más compleja de la
propia estructura social japonesa en la cual propone que la sociedad japonesa
mayoritaria está formada de hecho por un grupo de individuos muy reducido de
acuerdo con las características de su perfil: hombre, blanco, heterosexual,
ejecutivo y sin discapacidades. En este sentido, la idea de estatus minoritario
se complica sobremanera e incluye a la inmensa mayoría de la sociedad japonesa:
mujeres, obreros, homo/bisexuales, discapacitados, etcétera. Los inmigrantes
étnicos son sólo uno de los muchos grupos minoritarios, y privilegiarlos de
forma justificada es un tanto problemático. Las fronteras se establecen
justamente a partir de un grupo relativamente pequeño que no constituye más del
25 por ciento de la población; así pues, puede que sean los grupos mayoritarios
y no los minoritarios los que deban considerarse como un problema.
La creciente complejidad del
estatus de minoría
Es evidente que
el número y tamaño de los grupos minoritarios en Japón ha estado aumentando
durante los últimos quince años, si bien este hecho no siempre queda reflejado
en las estadísticas oficiales. Es el caso del grupo minoritario más grande, la
población japonesa coreana, cuyos integrantes que han obtenido la ciudadanía
japonesa no han dejado de aumentar. Sin embargo, hasta la fecha estos grupos
minoritarios han sido tratados y estudiados por lo general de forma aislada, y
esto está derivando cada vez más en una postura investigativa incoherente[1].
Necesitamos entender cómo se han formado y operan internamente cada uno de
estos grupos, y cómo se relacionan con todo aquello que definen dentro del
estado japonés y la sociedad japonesa dominante. Asimismo, también es preciso
conocer cómo se mantienen en contacto con sus sociedades de «origen» y cómo
interactúan con otros grupos «minoritarios» dentro de la sociedad japonesa.
Del mismo modo, debemos comprender
el contexto jurídico cambiante en el cual se determina y se proyecta la
definición de estatus minoritario en Japón. ¿Las revisiones de la ley están
destinadas a aumentar o a controlar el flujo de grupos inmigrantes? ¿Pretenden
ayudarles a asimilar o animarles a seguir adelante? ¿Es posible poseer lo que
Willis describe como denizenship o
«ciudadanía cívica» (derechos como residente) sin ciudadanía (derechos como
ciudadano nacional)? ¿Podemos observar el desarrollo de poblaciones japonesas
separadas tal y como sucede en los Estados Unidos y en América Latina? El campo
para nuevas preguntas de investigación es casi incalculable, de ahí que los
artículos en este libro sean de gran ayuda, ya que demuestran de forma general
el estado actual de un campo de investigación todavía emergente. Donde no cabe
la menor duda es en la trascendencia de este tema de investigación y en el
hecho de que su importancia crecerá durante las próximas décadas. Y es
precisamente este punto al que quiero referirme.
Japón encabeza la lista mundial de
envejecimiento poblacional. El hecho de que sea el «abuelo» de Asia puede calcularse
de varias formas. En cuanto al tamaño de la población, por ejemplo, ha
descendido puestos rápidamente: tenía la quinta mayor población mundial en
1950, la décima en 2005, y se prevé que será la decimosexta para 2050 (Naciones
Unidas, 2005). De hecho, se prevé que su población se contraiga durante los
próximos cuarenta años más que cualquier otro país desarrollado al margen de
los países del antiguo bloque del Este.
De mucha mayor importancia es el
hecho de que, en 2005, Japón tuviera oficialmente la población más vieja del
mundo con una media de 42,9 años y la mayor esperanza de vida al nacer (81,9
años). A pesar de que se pronostica que China le haga perder el primero de
estos récords (debido a una mayor longevidad y la política del hijo único),
todavía conservará el récord de esperanza de vida, el cual se espera que
aumente hasta los 88 años. Gran parte de la esperanza de vida de Japón se puede
explicar por el hecho de que el país posee los índices más bajos de mortalidad
infantil en el mundo —aunque debe señalarse que existen varios interrogantes
sobre la manera en que se define la mortalidad infantil en Japón—, pero nadie
puede discutir que el número de centenarios ha crecido de 3.600 en 1991 a más
de 25.000 en 2005 (85 por ciento de los cuales son mujeres) (AP, 13 de
septiembre de 2005), y que Japón tiene más centenarios por cada mil habitantes
que cualquier otro país. Para 2025, casi el 30 por ciento de la población japonesa
tendrá 65 años o más y tendrá casi tanta gente por encima de los 80 como por
debajo de los 15; tan sólo dos personas en la llamada edad laboral (de 15 a 64
años) estarán manteniendo a cada persona en edad de «jubilación» (65 años o
más).
Así pues, se trata de la combinación
de un rápido descenso sin precedentes en la tasa de fecundidad con un rápido
aumento de la longevidad lo que ha llevado a la sensación de que Japón se
enfrenta a una crisis demográfica: algunos informes del gobierno pronostican
que el tamaño de la población quedará reducido a la mitad de su tamaño actual
en 70 años y a un tercio en 100 años. Cabe recordar que, a diferencia de muchos
otros países de la OCDE, Japón no tiene precedentes de mano de obra inmigrante
para afrontar esta transición demográfica.
El legado de Japón como receptor
reacio a la inmigración de posguerra
Como ha señalado
Peach (2003), una de las características excepcionales del crecimiento
económico de posguerra japonés se encuentra en el hecho de que, a diferencia
del crecimiento económico en los Estados Unidos y la Unión Europea, no se ha
impulsado por una inmigración masiva. El Japón de posguerra desarrolló una
serie de estrategias para evitar «contaminar» a su población con extranjeros. Fue
posible evitar la importación de mano de obra debido al gran número de
trabajadores repatriados de las colonias tras la Segunda Guerra Mundial, y
debido a que las mujeres y los ancianos aportaron una fuerza de trabajo muy
flexible que podía ser incorporada y excluida sin que ello se tradujera en
protestas sociales.
Japón era tan reacio a recibir
in-migración que incluso evitó el asunto mediante la movilización del
campesinado y el traslado de la producción al extranjero. En el periodo que va
desde los años cincuenta hasta los años setenta se produjo un importante éxodo
rural (kaso) acompañado por un gran
cambio en la estructura industrial como fue el paso de la agricultura a las
manufacturas (Minami, 1967). Sin embargo, el posterior cambio industrial hacia
los servicios y la economía basada en el conocimiento representó una reducción
en la proporción de población adulta que se incorpora a la fuerza de trabajo
debido a un aumento de la duración de la educación (Minami, 1994:208). Al mismo
tiempo, la adopción de Japón de un sistema de bienestar social avanzado —aunque
de dimensiones corporativas vinculadas a empresas privadas más fuertes que en
muchos países europeos (Esping-Andersen, 1994)— motivó una reducción prevista
de la fuerza de trabajo de edad más avanzada, con lo cual se redujo
notablemente el periodo de trabajo de la mayoría de hombres de entre 40 y 45
años. Así pues, por un lado, los cambios en la estructura demográfica de la
fuerza de trabajo (masculina) en el Japón de posguerra, acompañado por un
cambio en la estructura industrial, en lugar de disminuir, agravaron los problemas
de oferta de mano de obra para impulsar un crecimiento económico; por otro
lado, las mujeres, quienes hasta cierto punto proporcionaban trabajo flexible,
veían cómo sus habilidades permanecían en gran medida infrautilizadas debido a
las actitudes patriarcales dentro de la estructura de contratación (Lam, 1992;
Saso, 1992).
Este problema de oferta de mano de
obra sólo supuso un problema para Japón durante los años ochenta, período de
máxima expansión económica, cuando cada vez más las pequeñas y medianas
empresas descubrían que no podían completar sus pedidos por la falta de
trabajadores. Esta situación se debía a la combinación de diversos factores:
menos trabajadores se incorporaban a la fuerza de trabajo por causas demográficas;
los jóvenes japoneses tenían la sensación de ser ricos, bien educados y no
estaban dispuestos a trabajar en puestos de trabajo manual; y existía una
demanda de productos japoneses aparentemente insaciable. Dado el alto valor del
yen, no faltaban trabajadores en el extranjero dispuestos a llenar este vacío
ocupacional. Japón, por lo tanto, se volvió reticente a la mano de obra
extranjera en la década de los ochenta, treinta años después de que Alemania,
Francia y el Reino Unido miraran al extranjero y a sus colonias para resolver
su escasez de mano de obra en sectores estratégicos. El número de inmigrantes
extranjeros ha crecido desde entonces, pero a pesar de que hay mucho debate público
al respecto, en realidad se trata de un número que permanece relativamente bajo
incluso hoy (Bartram, 2000): sólo un 1,2 por ciento de la población total (1,5
millones de personas), en comparación con el 3,8 por ciento (2,2 millones) en
el Reino Unido —o el 6,8 por ciento si uno incluye a los hijos de las
poblaciones étnicas minoritarias nacidos en el país—, el 8,9 por ciento en
Alemania (7,3 millones), y el 9,8 por ciento en los Estados Unidos (26 millones),
si bien la definición de población extranjera varía un tanto según el país
(SOPEMI, 2000). Llama la atención que aproximadamente un 40 por ciento de la
población extranjera total (660.000 de 1,6 millones en el 2000) sean en
realidad residentes permanentes, como los coreanos, quienes residen en el país
desde hace generaciones y no serían considerados extranjeros en la mayoría de
países.
Lo que parece claro es que,
especialmente a medida que Japón sale de la recesión, la demanda de fuerza de
trabajo empezará a ser abrumadora, tal y como se ha indicado en el primer
capítulo. Según algunos cálculos aproximados, para prevenir un descenso de la
población Japón deberá aceptar 17 millones de inmigrantes entre 1995 y 2050
(343.000 de media al año), mientras que para mantener el nivel de población
activa (entre 15 y 64 años) se requerirá un total de 33,5 millones de
inmigrantes durante el mismo período (647.000 de media al año) (Papademetriou y
Hamilton, 2000; Naciones Unidas, 2000). En el primer caso, los inmigrantes y
sus descendientes alcanzarían un total de casi el 18 por ciento de la población
total del país; en el segundo caso, alrededor del 30 por ciento. Como señala
Miyoshi (2003), estos cambios demográficos y económicos, así como sus
consecuencias para la inmigración, no son, naturalmente, exclusivos de Japón,
quien no está solo en la lucha por mantener un equilibrio entre la necesidad de
importar mano de obra extranjera y el empeño por controlar la inmigración.
Japón, no obstante, parece enfrentarse a un dilema mayor que el de otros países
industriales precisamente por la fuerte ideología homogeneizadora en la que se
ha basado su nacionalismo moderno. ¿Cómo puede reconciliar las realidades
demográficas y económicas con una homogeneidad cultural? ¿Cómo debería hacer
frente a la inmigración y abordar su propia identidad nacional?
Como algunos colegas y yo hemos
discutido (Goodman et al., 2003: 4-5),
la respuesta no se encuentra en restringir la inmigración en nombre de la
homogeneidad cultural, sino en reconocer que la migración, tanto dentro como
fuera de las fronteras del territorio japonés, ha conformado y seguirá
conformando la noción de homogeneidad japonesa. Recuperando las metáforas que
fueron populares en los años sesenta en el contexto del debate sobre la
inmigración en los Estados Unidos, las políticas de estado necesitan
conformarse en torno a las ideas de asimilación (melting pot) o multiculturalismo (salad bowl), a la vez que reconocen que la población migrante ni es
pasiva ante las políticas de estado, ni es homogénea en sus reacciones hacia
ellos. En estos momentos lo que quizá sea más importante sobre el caso japonés
es la falta de claridad sobre el futuro y la importancia de un seguimiento y
análisis de lo que ocurrirá en el escenario internacional. Este libro pretende
servir de trampolín para futuros estudios en torno a esta línea de
investigación.
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[1] La única excepción a esta postura han sido diversos planteamientos
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se han asociado en nombre de las comunidades extranjeras más amplias en
determinadas regiones (véase, por ejemplo, la obra de Han Seung-Mi, 2004).
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